Alejandro Oliveros
(Venezuela, 1948)

 

MATAPALOS (Ficus dentroica)

 

Vi unas pruebas de la enorme fuerza
de esta planta en Valencia.
A.G.Goering

 

En las tierras del trópico, cuando los vientos
del norte se prolongan sobre el sediento collado,
las semillas del matapalo escogen una víctima,
un árbol muy alto o una palma de abanico.

 

El parásito se desarrolla con velocidad pasmosa,
sus ramas seductoras rodean el desprevenido tronco,
sus caricias asesinas y susurros lo adormecen,
penetran y absorben la gota más breve de su savia.

 

En cuanto la madeja alevosa ha cubierto
la piel arrugada del árbol, la desgracia es inevitable.
La podredumbre progresa, la asfixia se establece
y los restos del gigante, envejecidos, se desploman.

 

Así, el bochorno y la humedad han avanzado por mis huesos.
Nadie escapa al rigor de estas tierras del trópico.

 

N.Y.

 

A Juan Sánchez Peláez

 

(1973)

 

Toda la nieve parecía caer
sobre nosotros y Grand Central Station.
Tú me dices, “Hace demasiado frío, no me gusta
para nada esta ciudad”, y volvemos al hotel
de mal humor y con los pies congelados.
Al día siguiente, vamos a visitar a un amigo
chileno en el exilio. Tres meses después,
todavía un retrato de Allende sobre la mesa:
“Es algo espantoso. Miles de muertos 
y desaparecidos. Yo aún no sé de mi hijo”.
(La revista Time: “La tranquilidad ha sido
restablecida a un costo  sorprendentemente bajo
en vidas humanas”). Hablamos sobre las tradiciones
democráticas de Chile, tan inestables
como todas las de nuestros países. Tal vez
la única tradición seria sea asesinar
y dar golpes de estado. Al regresar, pienso
que vivir dentro no deja de ser otra forma,
más consecuente y perniciosa, del destierro.

 

Al cabo de algunos días,  el frío era más intenso,
la calefacción restringida a unas cuantas horas
y las calles pobremente iluminadas. Sin embargo,
tú dices: “Me gustaría vivir un tiempo en Nueva York”.

 

(1976)

 

¿Para qué volvimos ese año?
Mientras más se conocen, estas ciudades
nos pertenecen menos. El espacio
se reduce, impone sus fronteras.
Las calles y las plazas se repiten,
y un día, al mirar por la ventana,
percibimos las cuatro paredes y el cielo
que habrá de convertirse en nuestra casa.

 

Lo mismo con sus habitantes:
el pasado de ellos es el presente nuestro
y acaso los rozamos en el significado equívoco
de un sueño o en las predicciones ambiguas del oráculo.

 

Ese año, no sé para qué volvimos.
Constanza  no tenía más de siete meses
y su silencio aparecía en todos los reflejos
de Lexington Avenue. Habíamos venido
por dos semanas, pero esa tarde, en un bar
italiano de la calle cincuenta, decidimos
que, sin Constanza, cuatro días era demasiado.

 

(1980)

 

Diez años después de aquel primer invierno,
camino por la Segunda Avenida en busca de un bar
que permanezca abierto. Renata Tebaldi
no volverá a cantar Tosca y es probable
que nunca vea a Leontyne Price enAída.
La gente se casa o se divorcia menos que antes,
han aprendido a vivir entre los sueños del gato
y los vapores del gimnasio, a mirar en el espejo
la imagen desierta de los días y sus noches.
No ha sido esta una temporada fácil
para nadie: mentiras, juegos de palabras
y persecuciones sobrevivieron el otoño
y se prolongaron  durante las primeras semanas
de este año bisiesto. ¿Qué nos queda,
si algo queda, de este largo espacio fragmentado?
Me acerco a los 32 y la distancia en el viento
separa mis gestos y recuerdos, las fotos
en la pared, los vasos y el helecho.
Constanza crece y se escapa, aprende a dibujar,
a bailar y prefiere las “canciones tristes”.
Prometí dedicar este invierno a Wagner
y escribir algunos poemas, en su lugar ha sido Donizetti
y el viejo silencio frente a esta mesa llena de papeles.
“Me alegra tu decisión de permanecer más tiempo
en Nueva York”. También a mí me alegra,
luego será Nirgua, París o Puerto Cabello,
y será la misma distancia bajo el mismo cielo.

 

TERRITORIOS

 

A Robert Lowell

 

Es mil novecientos sesenta y nueve, y caminas
por la avenida Bolívar de Valencia
con un libro en el bolsillo. Las aceras
angostas y los cedros aproximándose
a la blanca voracidad del acero.
El viento del este sacudía, por última vez, las ramas
de estos árboles. Te detienes
bajo una luz y lees: Venías
desde el fondo de la noche
con flores en las manos.
Eran noches buenas, las de octubre,
para la poesía. Frescas
y con una transparencia
de estrellas. Se repetían
una tras otra, un río inagotable
de noches, todas esperando tu visita.

 

Caminas y piensas que un día
lo harás por Nueva York o Roma.
Ahora, nada sabes y nada ves
más allá de las flores blancas
de la buganvilia. Piensas
que la vida es inalcanzable,
apariencia pura de un sueño
de dementes. Y la noche un ángel
que abre las puertas, mientras
pasas inadvertido por su zaguanes.
Sientes los aromas, livianos
y protectores.
El silencio habla de altos cielos y auroras
abrazadas a los puentes.

 

Es mil novecientos sesenta
y nueve. En el Hospital Central,
la muerte, con alas de mariposa,
descansa en las mejillas rosadas
de la adolescente. Un muchacho
con mal de Hodkings, sonríe
cuando recuerda a su familia.
Ni él ni tú, sospechan
que, al día siguiente,
la cama estará vacía y el colchón
asoleándose en la terraza.
No hay Euridice que regrese a estos pulidos pasillos,
ni Orfeo con lira de esteroides
para revivir estas sombras.

 

Cuarto año de Medicina
y un vago prospecto de ser
psiquiatra. El primero de una
familia adicta a la psiquiatría.
En el pabellón trece de la colonia
de Bárbula, tu tía Yolanda
siente el mentido orgullo
de su “sobrino médico”:
“Este es Alejandro, el hijo
de Alicia.” Y te presenta
a sus amigas, sin dientes
y lobotomizadas, que se ríen
de tu juventud y tu pelo largo.

 

Caminas entre nubes de vapor
por una calle que desconoces.
El silencio es oscuro en esta ciudad.
Sus voces te confunden, 
mientras el viento llega
a tu cara con el silbido
plateado de una hoja. La noche
ya no es un ángel con amplios
patios y ventanas, sino
el lomo delgado de un tronco
que cruzan tus miedos y ansiedades.
Más cerca de la nada que de la mano
que se extiende en el instante
del más húmedo vacío. La calle
treinta y cuatro de Nueva York se alargaba
como un túnel entre tu casa
de Valencia y los muelles
de un país desconocido.

 

De la Novena Avenida
a Times Square, donde la nieve
era ya hielo sucio y resbaladizo.
En las aceras, miles de rostros
morados por el frío, leyendo
las noticias de la guerra.
Por un segundo, te parecieron
palmeras muertas de Cumboto,
esos hombres congelados, inmóviles.
Padres que buscaban a sus hijos,
hijos que buscaban a sus padres
en la cuenta de heridos y desaparecidos.
Sentías el terror de aquellos
corazones ahogados en la incertidumbre
de un anuncio, el momento en suspenso,
la mirada agonizante en medio
del tráfico y las luces
empeñadas en desmentir el filo
de la oscuridad cristalizada.
Las blancas sombras volvieron
a su curso. Los ojos fijos
en el suelo, como los portadores
de urna en un entierro.

 

Hielo sucio, luces sucias,
muerte sucia. Cualquier bar
era bueno para asomarse
a las corrientes de tu futuro.
La espuma de la cerveza era
lo único que se mantenía a flote
en tu vida de estudiante. Afuera,
la lluvia caía con más aspecto
de vidrio que de agua. Lluvia helada
viento helado, ciudad helada
y brillante como un quirófano.

 

Siguiente autor >>


©Derechos Reservados - Literatura Latinoamericana mayorbooks@camaleon.com
Diseñado por Camaleón