Eduardo Llanos Melussa
(Chile, 1956)

 

ACLARACIÓN PRELIMINAR

 

Si ser poeta significa poner cara de ensueño,
perpetrar recitales a vista y paciencia del público indefenso,
infligirle poemas al crepúsculo y a los ojos de una amiga
de quien deseamos no precisamente sus ojos;
si ser poeta significa allegarse a mecenas de conducta sexual dudosa,
tomar té con galletas junto a señoras relativamente deseables todavía
y pontificar ante ellas sobre el amor y la paz
sin sentir ni el amor ni la paz en la caverna del pecho;
si ser poeta significa arrogarse una misión superior,
mendigar elogios a críticos que en el fondo se aborrece,
coludirse con los jurados en cada concurso,
suplicar la inclusión en revistas y antologías del momento,
entonces, entonces, no quisiera ser poeta.

 

Pero si ser poeta significa sudar y defecar como todos los mortales,
contradecirse y remorderse, debatirse entre el cielo y la tierra,
escuchar no tanto a los demás poetas como a los transeúntes anónimos,
no tanto a los lingüistas cuanto a los analfabetos de precioso corazón;
si ser poeta obliga a enterarse de que un Juan violó a su madre y a su propio hijo
y que luego lloró terriblemente sobre el Evangelio de San Juan, su remoto tocayo,
entonces, bueno, podría ser poeta
y agregar algún suspiro a esta neblina.

 

JORGE LUIS BORGES EN EL SALÓN DE HONOR DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE

 

Con el atraso de rigor, nuestro hombre llega guiado por elegantes lazarillos.
La concurrencia estalla en aplausos que ensordecen.
Un profesor tartamudea solemnemente un discurso
y el homenajeado escucha con enternecedora paciencia.
Después lo conducen al púlpito, y él inicia por fin su Clase Magistral.
Sus ojos ciegos chocan contra el techo
y de su boca salen palabras, alondras enlutadas, friolentas,
que se despluman sobrevolando el abismo de la literatura.
Entonces uno descubre que a pesar de los focos y de los micrófonos
y a pesar también de la imprudencia de los camarógrafos,
él permanece ajeno a todo lo que no sea el infinito al que sus ojos tienden,
tras vencer la dureza del cielorraso.
Y no hallará refugio en las estrellas, pues ahora y aquí la única estrella es él.
Oscuros ratones de biblioteca, nosotros acudimos a su luz,
recluyéndolo en un cepo de conferencias, hoteles y entrevistas.
Desde su soledad invadida por cacatúas internacionales
y monos sabios especialistas en preguntas que se responden solas,
él comprende que es apenas un pretexto para que nosotros nos creamos cultos.
De ahí la coraza de sus respuestas –acaso más ingeniosas que profundas–,
de ahí el desencanto en su voz, su falsa o verdadera modestia
de abuelo triste, triste y demasiado lúcido
como para tomarnos en serio.

 

DECLARACIÓN DE QUIEBRA

 

Me cansas, poesía, rumorosa felina,
musa musitadora, golondrina fogosa.
Pero aunque te niego, persisto en esta cosa
de creer que un incendio se apaga con bencina.

 

Me asomo a la ventana, descorro la cortina
y creo verme pasar: voy a cavar mi fosa
y a grabar mi epitafio (“Bajo tierra reposa
un iluso que quiso filmar en la neblina”).

 

Porfiada tortícolis de ser juez y ser parte,
emitiendo y tasando, como monedas duras,
acciones de mi endeble empresa de papel.

 

Ni poeta ni sastre: estoy harto de este arte
de enhebrar agujas en tu pieza a oscuras
y de hilvanarte fundas, serpiente cascabel.

 

LAS MUCHACHAS SENCILLAS

 

Las muchachas sencillas
dudan que el mundo sea un balneario
para lograr bronceados excitantes
y exhibirse como carne en la parrilla
de una hostería al aire libre.

 

Las muchachas sencillas
no cultivan el arte de reptar hacia la fama
ni confunden a las personas con peldaños
ni practican ocios ni negocios
ni firman con el trasero contratos millonarios.

 

Las muchachas sencillas
estudian en liceos con goteras,
trabajan en industrias y oficinas,
rehúyen las rodillas del gerente,
hacen el amor con Luis González
en hoteles, en carpas, en cerros, en lugares sencillos.

 

Las muchachas sencillas
se convierten en madres, en esposas sencillas,
luchan largos años como sin darse cuenta,
llenándose de canas, de várices y nietos.
Y cuando abandonan este mundo
dejan por todo recuerdo sus miradas
en fotos arrugadas y sencillas.

 

 (De Contradiccionario, 1983).

 

 

HAIKÚ CON SEÑAL DE TRÁNSITO

 

¿Qué hay más allá
de tanto arribismo?
Sólo
a
b
i
s
m
o

 

SUD
AME
RI
CA
NOS:
Jamás hemos
conocido otro milagro
que la multiplicación de
los precios del pan y los peces
y ningún infierno nos inquieta tanto
como la transmigración de las armas
desde los Estados Unidos del Norte
hasta los estados desunidos del sur
tierras llenas de verbos verdes
donde esta América toma
forma de lágrima
o más bien de
racimo casi
maduro y
que  ya  
se está    
desgra-
nan-
do

 

 

 

 

 

 

heme
pues  aquí
soy el frondoso
árbol genealógico
de toda poesía  vieja o nueva
sea adánica  edénica o satánica
algunas de mis hojas caen  es cierto
pero esponjan la tierra  se hacen abono
mis mejores frutos estallan sobre las cabezas
de quienes se van por las ramas ramoneando
o de quienes dormitan y roncan bajo mi sombra
la verde verdad de mi follaje busca más y más cielo
por eso mis raíces se hunden en el subsuelo
acepto riegos y podas  mis pájaros cantan
me olvido de esos que acuchillan mi corteza
borro sus nombres mientras voy creciendo
me asustan los hacheros que cumplen
órdenes municipales o ministeriales
¿qué daño hago yo a nadie?
A TI QUE MIRAS
TE RUEGO
RESPETAR
Y AMAR
CADA
RAMA
TODA
HOJA
CADA
HIJA
TODO
NUDO
DE MI
TRONCO
Y POR FAVOR
NUNCA ORINES
AQUÍ EN MIS RAÍCES

 

ENRIQUE LIHN ENTRA Y SALE DE LA PIEZA OSCURA

 

Ahí va, sentado junto a la ventanilla de un tren inexistente
que cruza en cámara lenta los andenes del recuerdo.
Ahí va, rumbo a la estación definitiva
donde lo esperan los poetas de otros tiempos, como
a un hermano menor que se internó en el bosque del lenguaje
y terminó convertido en guardabosque,
ebrio de oxígeno, ese otro modo de asfixiarse.

 

No levitó sobre la geografía de América
ni descubrió algún nuevo elemento químico o alquímico,
mientras practicaba ese equilibrio inestable de la tinta y la sangre,
golpeándose la frente contra un muro de incomprensión,
como un adolescente que enciende su primer cigarrillo en medio del temporal
con la vaga esperanza de iniciar un incendio,
pero que termina inventando un nuevo código de señales de humo.

 

No aduló ni anuló a sus interlocutores;
polemizó de frente, sobre todo con él mismo,
y resultaba contuso, pero rara vez confuso, menos todavía
cuando había que jugársela por la liberación creadora
sin por ello convertirse en faro o en faraón de este desierto.
Más bien fue farero o alfarero de esta isla de arcilla,
sin otra obsesión que dar forma a una sombra que huye en las tinieblas,
porque de la palabra que se ajusta al abismo
surge un poco de oscura inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.

 

Al fin andará liviano por los aires,
integrando el jurado del Premio Nobel Póstumo
o haciendo una novela-comic con los dioses del Olimpo como protagonistas
o deambulando alucinado por los museos cinerámicos del Paraíso
o pidiendo consejos a Freud y a Fourier
para evadir la condena de ser un Sísifo
que eternamente
resbala
y resbala
por el monte
de Venus,
igual que una semilla que reinicia el ciclo entre el cielo y el suelo
o como esos charcos de agua pantanosa,
agua, agua, Enrique, agua que mañana será lluvia,
tembladerales donde serán una sola cosa tus lágrimas de cocodrilo
y los reflejos de las estrellas más inextinguibles.

 

(De Antología presunta, 2003).

 

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