Federico Hernández Aguilar
(El Salvador, 1974)

 

PALABRA Y TIEMPO
(Paréntesis kantiano)

 

Para callar no necesito mi silencio.

 

Me muevo.
Se mueve la hoja que cae y no lo sabe.
El aire es la denuncia natural del tiempo.

 

Para callar no necesito mi silencio.

 

No puedo remover una pestaña
sin tocar un rostro.
La palabra es injusta si la tengo.

 

Para callar no necesito mi silencio.
Necesito tiempo.

 

(Del libro Apología del cinismo).

 

SONETO DEL PERDIDO TIEMPO

 

Ahí donde el instante es un recado,
donde muere de prisa una palmera,
el reloj es la duda pasajera
de una caricia que aprendió el pasado.

 

Vivir y haber vivido: ¿Quién —alado—
sobre las crestas de las horas fuera
visitante de honor en cada esfera,
espacio, tiempo, dimensión o estado?

 

Pues el minuto, sin querer, devora
las entrañas del tiempo en cada hora
que finge el suave rostro de la espera,

 

es en los huesos donde el alma, ruda,
penetra los abismos y desnuda
con otra exactitud tu vida entera!

 

DISTINGUIDAS CARRASPERAS

 

   Hay quien tose
—recurso de flemas incluido—
bajo la timidez de una ventana,
como jodiendo,
como por gusto.

 

   Y tose con elegancia,
con discreto y amable desenfado,
como extrayendo mariposas del esófago,
sin voluptuosidades abdominales
o posturas forzadas.

 

   Cualquier excusa es buena:
la impertinencia del vicio vecino,
el polvillo de un libro arrinconado,
la pluma de un faisán que se venga,
un mal trago de vino tinto,
el irritante perfume de la Sra. Von Krause...

 

   No es útil pedir pañuelos
porque no hay gripe de por medio
o infecciones de músico precoz.
La mano —cerrada en puño,
convenientemente— basta
para demostrar a los distinguidos comensales
que se puede toser con gallardía,
propiedad y buen gusto.

 

   La invitación al banquete
incluye no comer,
pero es imprescindible atragantarse.

 

EDAD DEL INSOMNIO

 

Entendí que la lluvia muere
cuando escuché al agua decir: “Ya voy”.

 

Hay quien piensa que se puede mirar a un pato
y no sentir cosquillas en los dedos de los pies.

 

Tu retrato no escucha la gotera.
Eso es seguro.

 

MORIR NO ES LO MISMO

 

A Susana

 

No importa que me postre tu apetito
si a la postre seré lo que yo quiera,
si de tu cuerpo lúcido me espera
la misma devoción por el delito.

 

No importa que tu pubis infinito
me devore los labios como fiera
y en la inmortalidad de tu alma entera,
entero deba darme, como un grito…

 

Lo que importa es amar, dejar de serte
lúgubre; imaginar sin sal la herida,
sin Dios el bien, y pretenderme fuerte.

 

Te tengo… y es posible en tal medida
unir las cicatrices de la vida,
que morir no es lo mismo que la muerte.

 

(De Apología del cinismo).

 

A LOS PASAJEROS, SU ATENCIÓN POR FAVOR

 

Seamos imprecisos con la muerte:
reconozcamos su tibieza…Es todo.
Hallará en tu cadáver acomodo
su sombra solamente... Poseerte

 

es imposible para tal vacío...
Lo que queda se queda junto a nada
y se va lo preciso... Tolerada,
la muerte no es el mar, tampoco un río.

 

Merezcamos la noche tras el día...
Respiremos con toda alevosía,
con premeditación, ¡muy hondo y fuerte!

 

Y cuando —como es obvio— nuestra suerte
nos ponga ante su ambigua puntería,
¡perdonemos el fraude de la muerte!

 

SIETE ACORDES PARA DENUNCIAR LA VIDA

 

I

 

¿Quién te llamó si era preciso?

 

II

 

Una isla se mira en el gran espejo.

 

Prudentemente lejano,
un arco iris gatea.

 

III

 

¿Has arreglado el cuello de tu camisa
para caminar por esta acera?

 

IV

Este es el hueco por el que un dios observa
que su obra lo imagina.

 

V

 

Un violín deshabitado pregunta:
—¿Puedo ir al baño?

 

VI

 

Absoluta vivificancia:
Tener que administrar un cuerpo,
admitir una sombra,
frecuentar un instante.

 

                       VII

 

El tiempo es un
dios menor
que estornudó primero.

 

VIVÍPAROS

 

Mientras tanto
la muerte nos dura para siempre
y es suya nuestra frágil cintura

 

se acoda
aburrida
en los manantiales

 

no tose
no odia (como algunos piensan) los armarios

 

carece de párpados cuando nos mira fijamente
y lo hace profundo
exacto ahí
donde lo único que escondemos
es la vida que queda

 

¿QUIÉN ANDA AHÍ?

 

                                                                             Somos cuentos contando cuentos…


Fernando Pessoa

 

   El poeta sufí de Córdoba, Al Mutamar-Ibn al Farsi, vivo entre 1118 y 1196, piensa que los grandes emisarios tocan a la puerta con dos nudillos, precisamente cuando la puerta gime cerrada al fondo de algún pasillo, tan ilusa y atravesada de prejuicios como un tren de pasajeros.
Mas cuando llegan, los emisarios saben deletrearnos el asombro con una familiaridad preciosa —algo que se aprende tras muchas horas frente a relojes antiguos—, y saben guiar el cardumen de los instantes a la vera de un camino silencioso. Cuando llegan, pues, los emisarios, nos devora el tiempo sin fruición, cómplice del bronce y los destierros.
Humo convenido puebla voz, garganta, boca de los emisarios. Les apesta el aliento a relicario y a falta de inocencia cada uña. No lo dicen, pero les disgusta el hombre que los ha visto venir, porque es árida la espalda del que sabe, y a su paso, como cangrejos, todos van dejando anillos fugitivos en la arena.
Y si nadie los conoce, ¡cómo se relamen de gusto los emisarios! Mienten, entonces, por costumbre. Y dejan que los hombres se mueran de repugnancia, de su propia certeza de morirse.
Así de indescifrantes son los emisarios, que no los detiene ni el olor a bautizo de las horas, ni el crepitar fecundo de la remolacha al ser mojada, ni las torpes hazañas del veneno. Nada es más denso que su inminente sed y nada menos ágil que su absoluta lengua.
Una vez, hace ya muchos años, un filósofo quiso esperar la visita de los emisarios en compañía de una mujer, prendido en fiebres y al asedio lechoso de un acto consumado. El resultado fue, por cierto, extravagante, y lo menos curioso fue el apetito involuntario de los rudos visitantes.
Tampoco el Marajá de Iliamina, que se contaba entre los sabios del mundo, pudo evitar que por el tragaluz de su impericia entraran los emisarios, que utilizaron la parcial ramificación de sus venas para doblegarle. De aquel acontecimiento gris da cuenta el honroso testimonio de una palmera, eternizada desde entonces por los poetas ciegos de Iliamina.
Y hubo quien buscó refugio, desde luego, en los olivos, en las acacias, en las cuatro miradas de la luna, en alguna profecía retadora… Todo inútil. Los emisarios han viajado por los nueve continentes del asma y han hallado su camino entre salivas, corchos, sábanas, cortinas, músicas hirvientes y ufanas lluvias, princesas indomables y frisos de epopeyas. Nadie los ha visto, pero todos han visto sus huellas digitales en el cielo —ese infame pedazo de cartón que se arruga ante el paso grave de una nube ensimismada—.
Nadie los ha visto, pero los emisarios han ganado. Han vencido a los escépticos y han acallado sus reclamos, sus torpes reclamos prostituidos de vida conocida.
Ellos, los emisarios, son implacables; los hombres, aplacables. En una balanza, el equilibrio está condenado al fracaso.
Un par de nudillos… y es todo.

 

(De Síndrome de pulso).

 

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