Paul Fernando Puma
(Ecuador, 1972)

 

LUCRECIA

 

Soy una isla en el centro del medio de la isla.
Soy el medio del centro de la isla de una isla.
De vez en cuando vienen a mí pájaros silentes.
Si fuera escritor diría los pájaros de vez en cuando
vienen a mí.
Y les pondría un adjetivo semejante a silente.
Diría pájaros silentes por ejemplo.
Tengo tanto miedo de morir Lucrecia que de vez en
cuando, no sé si ya lo dije, silbo como el viento
o como si fuera el viento o contra el viento de una
forma apagada.
Y me pregunto ¿se puede silbar contra
el viento de una forma apagada? ¿acaso no se apaga
solamente la luz?
Mi vida, debo confesarlo, es algo así como un teatro
del absurdo.
A veces pienso que soy una montaña y que
tú eres un árbol y que tengo tu agua.
¿Será por la saliva?
Lucrecia.
Tanto tiempo sin nombrar más que tu nombre. El reino
de tus ojos. El reino de los ojos de tu nombre.
Ayer cuando no estabas. Digo ayer como si fueran
siglos. Ayer cuando... no estabas levanté una mano y
te toqué con los dedos. Ese rostro de arena que se han
de comer los gusanos. Los gusanos de mi tierra. Mía,
herida por el hueco de mis letras: Lucrecia.
Si me permites querría llamarte así con ese nombre tan
medieval o tan a Luis 14. Déjame pensar en el oropel
de las palabras como si una montaña pudiera evocar al
cielo de los cielos. Eso que llaman los hombres
paraíso.
Si me muevo el gesto me delata, no puedo escapar de mí,
no puedo escapar al destino y no hago más que
temblar como tiemblan los animalitos perseguidos.
Si fuera un hombre diría lápiz o carta de papel de
hostia para consumir el vino tinto.
Si fuera un hombre huiría de estas palabras para dejar
de decir palabras tan torpes.
O diría el cielo está negro y los astros se consumen
en la nada.
O diría la página está blanca y las palabras se consumen en la nada...

 

(Inédito).

 

FELIPE GUAMÁN POMA DE AYALA
(fragmentos)

 

xiii

 

En el principio
reinaba el silencio.

 

La tierra  de tu nombre estaba desmemoriada y vacía.

 

Las tinieblas estaban sobre la faz de las palabras
nunca dichas.

 

Y el espíritu de dios todavía no sabía qué hacer
contigo.

 

No era todavía el verbo.

 

Entonces, dijiste,  para no padecer más el vértigo del vacío:
Desearía que fuera la luz de mi nombre un libro.

 

Pero,
cayó sobre ti la Oscuridad de lo que querías contar,
de lo que habías visto.

Y dijiste:
Desearía conocer, entonces,
la cifra exacta de las elípticas que realiza la letra p en su vuelo
desde lo que no es en el punto espacial y temporal N 
hasta el punto WTBX333TR  de lo que es.
Y, en sueños, querías reproducir en la urdimbre de tu memoria
un nombre que suscite hierba verde,
hierba que dé semilla, semilla que dé árbol, árbol que dé fruto,
y mientras dormías,  sonreías, porque el sueño de la memoria existía.

 

Pero despertaste.

 

Y al no encontrar ni tan siquiera una noción de ti,
nada, salvo unos poemas tejidos a mano que tus hermanos llamaban khipus o ponchos,
mordiste sal, te arrancaste los cabellos y blasfemaste contra Dios y contra Vuestra Santidad
y separaste las aguas de tus propias lágrimas.

 

Entonces, decidiste quemar sobre las piedras de tus
ancestros cada hilo, cada línea, cada texto dibujado o escrito.

 

Y enjugaste las aguas de tus ojos  con tu propio cuerpo,  
y contaste las líneas de tus manos que
fueron descubiertas, y escuchaste la voz del Mar, el
Cielo y la Tierra.

 

Y  llamaste a tu texto Corónica como si con eso
hubieses separado la noche del día.

 

Y fue la tarde y la mañana de un día pero tú  nunca lo supiste.
Estabas demasiado ocupado en acordarte de cuál era la
razón de ser de la palabra poma
en las secretas cavidades de un caracol.

 

Luego dijiste:
Dios mío, he servido a mi corónica como un ciego, y
ahora mi corónica se vuelve contra mí. Permite,
si es posible, hallar la luz de mi vida en tu palabra omnímoda.

 

Y guardaste 600 años de silencio porque no tenías a
quién contarle lo que ni siquiera recordabas:
tu nombre.

 

            (…)

 

xii

 

Ah, de ti Felipe,
grupo de polvo,
tremenda vía láctea,
cuerpo celeste
del uno.

 

Tatarabuelo mío.

 

Khipu ecuatoriano,
repleto de armonía,
harto de templanza
y fortaleza.

 

Relevante.

 

Te levantas despacio de la tierra y la tierra de tu
uña se resiste a ser parte de la uña de la tierra de la uña de tu dedo
que es una breve constatación de que tiemblas como una
leve llama entre la niebla de tu mano que se traduce
en millones de líneas entrecruzadas de nada,
ovulando los tejidos que se reservan el derecho de
engendrar los vellos del porfiado arquetipo de tu
brazo que no hace otra cosa más que restregarse las
lágrimas de tus ojos o los ojos de tus ojos
que fingen estar ahí,
también como una premonición de que algo va a suceder
con ese cuerpo atado por siglos a una venda,
a una tela de inconclusas membranas de hilo de color
que algo sostienen,
tal vez la metáfora de un puma o una momia quizás en
la insoportable espesura de los siglos.

 

Vuelves a mí.

 

Despojado.

 

Con las alpargatas convertidas en pies trizados.

 

Sin calzoncillo.

 

Sin sombrero.

 

Atavío de nosotros.

 

Vuelves a hurgar en el espacio de las páginas vacías,
empiezas a deletrear,
a leer un proverbio que conserve la ciencia de la miel
para extrañar a las palabras que nunca fuimos
y proferir de nosotros las palabras que somos en la
primera pelusa del tejido que podría ser de este
libro:
sonido de quasar,
lejanísimo chorro de gas de la escritura,
auténtica cúpula de lirios estelares colocada sobre
nosotros,
vientre del sol y la luna,
en una inscripción de piedra astronómica:
primitiva indicación de los ojos
del cielo,
esférica piel
de la multiplicación y la fecundidad:
viajes astrales de amautas
en florecientes templos traducidos a baladas:
integridad de escribir para nunca terminar.

 

Así  recobras  en cada santuario mayor de la voz
una línea
de música.

 

Y emprendes la resurrección de todos los árboles
devastados de este mundo en el diagrama de una página
como un escupitajo del frenesí de la existencia,
atravesado por el matiz:

 

filología de la naturaleza,
contracción del perfume
de la escritura,
antitexto del texto,
reflejo del texto,
doble inicial del espacio-tiempo,
afirmación,
conciencia.

 

(…)

 

Voz que aspira a reconocerse, a recordar quién es
en  la sed del agua de una misma cisterna,
en los raudales de un mismo pozo.

 

Partículas del esbozo de una figura humana:
una cabeza con pelos que quiere ser cabeza atada a un
cuerpo por un cuello en un intenso fluir de polvo de oro
donde se esboza una especie de bastidor mediante
clavijeros o cúmulos de sangre y cuerdas vivas o vocales
para percutir una melodía extraña, un yaraví en la
penumbra de una mano o dos resolviéndose en el acto de
una respiración agitada.

 

Radiación, entropía en las que crees penetrar.

 

Invento icónico y literal al mismo tiempo.

 

Cuerdas que penden del vacío moviéndose desde el
extremo libre a otro en una energía más alta que sí
misma y separados por el lugar, por el tipo de los
nudos en sus características significativas
adicionales tales como el color y las direcciones de
la «A» o la «Z» o de la torcedura y el anudar en
variables adicionales registradas en el adentro y el afuera,
en lo que los define: 
las posiciones superiores e inferiores,
los extremos vinculados de las cuerdas y los extremos
inconexos o pendientes del vacío,
los nudos solos y los acompañados,
los racimos de nudos que representan un número
y la ausencia de nudos que representa al cero,
el conjunto de racimos que representa una cantidad,
el número pequeño más lejos de los susurros de la cuerda
y el número grande más cerca de los gritos de la cuerda,
cuerdas superiores e inferiores a la cuerda principal o recta
donde y cuando se suma y se resta el susurro y el
grito de todas las cuerdas pendientes del vacío:
la perfección.

 

(Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit, 2002).

 

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