Rolando Sánchez Mejías
(Cuba, 1959)

 

JARDÍN ZEN DE KYOTO

 

Sólo un poco de grava inerte
quizá sirva para explicar
(al fin como metáfora vana)
que la dignidad del mundo consiste
en conservar para sí
cualquier inclemencia de ruina.

 

El monje
cortésmente inclinado
quizá también explique
con los dibujos del rastrillo
que no existe el ardor,
solamente el limpio espacio
que antecede a la ruina.

 

Alrededor del jardín
en movimiento nulo
de irrealidad o poesía
pernoctan
en un aire civil de turistas y curiosos
sílabas de sutras, pájaros que estallan sus pechos
contra sonidos de gong. Todo envuelto
en el halo de la historia
como en celofán tardío.

 

El lugar ha sido cercado:
breves muros y arboledas
suspenden la certeza
en teatro de hielo.

 

La cabeza rapada del monje
conserva la naturaleza de la grava
y de un tiempo circular, levemente
azul: cráneo de papel
o libro muerto
absorbe el sentido
que puede venir de afuera.

 

En la disposición de las grandes piedras
(con esfuerzo
pueden ser vistas
como azarosos dados de dioses
en quietud proverbial)
tampoco hay ardor. Sólo un resto
de cálida confianza
que el sol deposita
en su parodia de retorno sin fin.

 

La muerte
(siempre de algún modo poderosa)
podría situarnos
abruptamente dentro
y nos daría, tal vez,
la ilusión del ardor.

 

Como mimos, entonces,
trataríamos de concertar
desde el cuerpo acabado
el ninguna parte donde hay ardor alguno
en el corazón secreto
que podría brindar el jardín.

 

Pero hay algo
de helada costumbre
en el jardín
y en el ojo que observa.

 

Es posible que sea el vacío
(¿por fin el vacío?)
o la ciega intimidad
con que cada cosa responde
a su llamado de muerte.

 

Y esto se desdibuja
con cierta pasión
en los trazos del rastrillo,
junto a las pobres huellas del monje,
entre inadvertidas cenizas de cigarros
y otras insignificancias
que a fin de cuentas
en medio del jardín
parecen caídas del cielo.

 

A LA SALIDA DEL BOSQUE

 

i.m. St. Mallarmé

 

Habría, a la salida del bosque, algún pensamiento virgen. Cierta sonoridad de plata, o blancura, conseguida, a duras penas, con el esfuerzo del cuerpo (de M. y los demás). Cierta pena, sobrevivencia del alma, por el esfuerzo. Y la Luna, que señala los vestigios de la lucha. También la inclemencia, sobria, de los árboles, blanqueados, el dorso, por esa Loca de la Casa, allá en lo alto. Cierta sonoridad de plata, o murmullo, al final, apenas inteligible, el pobre. Y el cuerpo, un viva por el cuerpo, se lo merece.

 

ANALECTAS

 

Se trata, siguiendo el consejo de Confucio, de poner orden: primero en ti y luego en tu familia. Nada de esos niños que se suicidan, consecutivos y alegres, colgados de las lámparas. Ni de ese perro que adopta configuraciones ajenas a su perridad, degenerando en zorro u otra sustancia  antipática. Ni de esa mujer -sí, tu esposa- que dispone en tus libros una  caprichosa concepción de la Cultura. Pon orden en ti. Serena tu corazón.

 

PABELLONES (I)

 

La enferma se pasea como un pájaro devastado. Es pequeña, voraz y su labio superior, en un esfuerzo esquizoconvexo y final, se ha constituido en pico sucio. Por otra parte (muestra el médico con paciencia): “esos ojitos de rata”. Tampoco el director (de formación brechtiana) deja de asombrarse: “Perturba la disciplina con sus simulacros. De vez en vez logra levantar vuelo. Claro que lo haría simplemente de un pabellón a otro. Pero, comoquiera, representa un problema para la Institución”.

 

PROBLEMAS DEL LENGUAJE

 

Yo que tú
no hubiera esperado tanto.

 

Esperabas que yo fuera
a la cita donde hablarías de la palabra dolor.
De allá para acá
(el tiempo corre, querida,
el tiempo es un puerco veloz
que cruza el bosque de la vida!)
han pasado muchas cosas.

 

Entre ellas
la lectura de Proust.
(Si me vieras.
Soy  más cínico más
gordo y
camino medio lelo
como una retrospectiva de la muerte.)

Yo que tú no hubiera esperado tanto
y me hubiera ido con aquel que te decía
con una saludable economía de lenguaje:
cásate conmigo.

 

(Ahora me esperas. Y yo
no sabría decirte nada
y tú
sólo sabrías hablar
y hablar
de la palabra dolor)

Cuando supe que el lenguaje
era una escalera para subir a las cosas
(uno está arriba
y no sabe cómo bajar
uno está arriba
y se las arregla solo)
decidí no verte más.           

           

* * *

 

Nadie posee
una lengua secreta.
Ni los hopi
ni los dogones.           

                                   

Nadie posee
una infinita reserva
de juegos de lenguaje
(¡corta es la vida
y el tiempo es un puerco!).

 

Voy a preguntarte
la función del color blanco
en nuestras vidas.

A ver si nos entendemos.

 

ANTROPOLÓGICA

 

la carne de cerdo
te hizo daño
y anuló
el compromiso

 

no sé
si sabías que
los tsembaga de Nueva Guinea
en sus fiestas
matan cerdos
y más cerdos
unas 15 000 libras
que luego distribuyen

 

ese día
los tsembaga
y los enemigos de los tsembaga
gimen bailan jadean
es decir ciclos
de paz y de guerra
sobre
montañas de cerdos

 

te contaba esto
para que supieras
cuánta economía
subyace en el amor

 

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