Armando Romero
(Colombia, 1944)
LAS DOS PALABRAS
Un Monte es un Monje parado sobre su cabeza
Un Monje es un Monte sentado sobre sus pies
Monte y Monje
Son la misma cosa
El Monte con su cabellera de fuente de lodo
El Monje como un siluro dando coletazos al aire
No hay un Monte que no haya cabalgado sobre un Monje
No hay un Monje que no haya arrancado de raíces un Monte
Los Monjes se dan silvestres
Oran como relojes de péndulo
A garrotazos
Silvosos como una misa en la calle pelada
Un Monte que grita
Es un Monte que calla
El Monje corta el Monte con una cuchilla
El Monte desgarra el Monje con un serrucho
Hay que hablar bien para que todo quede claro
(De El poeta de vidrio).
INVOCACION A LA LLUVIA
Dime si empieza a llover
Y una gota grande como un sol se desprende
Viniendo desde esa mano de cielo en líneas entrecruzadas
Al geranio de cristal plantado entre las maderas del patio
Dime, ¿qué debo hacer?
¿Cuál es el salmo que abre esa llave?
Y no deteniéndose allí inaugura un cono de reflejos
Una paz de chorros en el vidrio y la ventana
Inicia la envidia de los vecinos
Con un tronco de piedra entre los dedos
Dime, ¿qué debo hacer?
¿Cuál es el evangelio que tumba esa puerta?
Y desmedida por la piel
Mientras olvida el marco natural
Invade nuestros cuerpos tendidos
En la digna postura del amor
Dime, ¿qué debo hacer?
¿Cuál es el verbo que derrama esa gota?
NOSTALGIA
Hay un alejado ángel
Del chorro primero y abundante
Sus alas de velos de color
De fuego
Niegan aguas y ondas
Se mece en hoja de talco
Y es lento como si comprendiera
El infinito diálogo de los espejos
En sus ojos
A flor de agua o a raíz de aire
La rama de un carbonero
Se humedece
Luego vendrá a su cuerpo
La nostalgia
Como hilos ligeros que flotan
En la atmósfera
Por las tardes de otoño
CUMBIA
La escaramuza de los timbales
Altera quevedos y cadencias
Convierte imagen de mariposa
En polvo simple o sortilegio
Los cuerpos en la danza
Arrebatan selva al espíritu
Y precipitan el paso que
Los devuelve a lo desconocido
Más acá el ave llena de la luna
Los encuentra de ojos vigilantes
Sobre la maraña del camino
Que siempre es fin y principio
El ascenso de las flautas orea
Como las sábanas desde el patio
Y ellas allá en la noche se desnudan
A vela y tierra transformadas
Si hay paz no es guerra
Sólo el zumbido de las palmas
Y la noche es la danza que se baila
Y el día es aquella que se sueña
(De Los móviles del sueño).
QUITO
A Rafael Larrea, in memoriam
Recuerdo que un bárbaro en Asia dijo que ésta era una ciudad con nombre de cuchillo. Algo hiriente y hermoso. Sin embargo, para mí se trata simplemente de una ciudad donde todos enredan las palabras. Las retuercen de tal manera, las envuelven, las estiran, hasta que hacen una masa como de harina blanca. Entonces la empastelan contra las puertas de madera formando extrañas volutas, semicircunferencias, espirales, estrellas, soles en círculos concéntricos, líneas rectas como paralelas de líneas curvas, acentos, serpientes, granos de maíz, ángeles. Luego pasan unos hombres acaballados en unos sombreros altos y negros que pintan de oro estos moldes. De otra manera no puedo imaginármela, ni más allá ni menos acá de estas formas aventadas.
STRIP-TEASE
A Eduardo Espina
A veces pienso que la vida lo va desnudando a uno. Yo, por lo menos, me he quedado sin ese zapato que caminó por la avenida séptima de Bogotá una noche salida del interior de un tiempo adelgazado por las esperas; la chaqueta de cuero, de origen dudoso, se despedazó contra el respaldar del bar donde el bohemio infiel empalidecía de aguardiente todas las noches; una camisa que no había pintado Rolf, el alemán, acabó como trapo sucio en un apartamento de Valle Abajo; mis pantalones de vaquero murieron congelados en los páramos de Mérida todavía con la bragueta en perfectas condiciones; un roto de bala en el pecho tenía la camiseta a rayas cuando la perdí de vista en Puerto La Cruz; los pantaloncillosterminaron haciendo cama para Agapi, la gata blanca de Sebucán. Es extraña esta vida que nos desnuda y nos viste de otro, tiempo tras tiempo.
EL DEL RELÁMPAGO
A Gonzalo Rojas
Como fueron de rápidas esas manos para tocar la luz, así los ojos para dejar constancia de lo visto. Ya no sé si fue en Nueva York, en Caracas o en Chicago donde lo vi con esa linterna hacia adentro, brava contra la página en blanco, quemándola a fuerza de grafismos. Rabioso de alegría le daba rienda suelta a unos potros al galope por entre las charcas del sueño y la realidad. Qué de imaginarias corriendo y desnudándose, qué de voces sometiéndonos a la algarabía de un diálogo inaudito.
ENCUENTRO CON MAQROLL EN RODAS
A Álvaro Mutis,
a quien este poema pertenece.
Nunca estuvo aquí. Así dicen casi todas las crónicas. Empecinado pregunté por él a los Caballeros de la Orden de San Juan en la Posada de España, primera en la Odós Ippóton. Buena razón me dieron aunque todavía se preguntaban en sus diversas lenguas los por qués de su nombre. Fui pues hasta el Hospital y abrí una puerta que daba al largo corredor de enfermos del segundo piso. Allí, los cuartos giraban alrededor del patio a la manera de un caravansary. No lo reconocí entre los soldados y caballeros que se retorcían o languidecían preñados por las heridas de la guerra o las pestes. Al fondo, en un bello patio protegido por almendros, y reservado, según me habían dicho, para los peregrinos alucinados por el sol, lo vi sentado en un escaño de madera. Reía salvaje y atronadoramente mirando con furia en dirección a los infieles. Pronto sintió mi presencia y volteó para mirarme. En sus ojos había un mar extraño y distante. Se incorporó y dijo: “No era aquí”, y desapareció, devorado por los elementos.
(De A rienda suelta).