Juan Felipe Robledo
(Colombia, 1968)

 

NOS DEBEMOS AL ALBA

 

Traicionar las palabras,
canjear su peso, su color,
en el sucio mercado de los días
es acto que nos llena de muerte
y ceniza y vago afán.
Ha de ser castigado
con el hierro, la soledad,
el tedio y la miseria.
Nos debemos al alba,
plateros, a la dicha,
y al canto y al remo
y al ensueño trazado en la garganta
y a mañanas sin prisa
en las orillas de un mar que ya no es.
Porque al final todo es olvido
para el que al tráfago su sangre dona,
a la parla chi suona
y a conversaciones con tontos
y mercachifles,
y comete delitos en descampado
con las pequeñas,
las terribles y mansas
y arteras palabras.

 

POEMA PARA NO OLVIDAR EL ÁRBOL DE CAUCHO

 

Las hormigas que conocen bien la sombra
no tienen ningún motivo de vergüenza,
no hay sitio que no conozcan
ni dicha que no las llene en las mañanas frescas de la costa.

 

Los mangos que reposan en los senderos recorridos por su impudicia
son hoy ruinas de castillos, lejanos bastiones para dejar de lado y no lanzarse a conquistar.
Los cruzados jamás vendrían a esta tierra, los corceles no piafaron en ella bajo largos
mediodías.
Son sus rutas poblados conciertos que cantan la espesura, tiempo callado que no dice
vaguedades o intensifica los acentos que viven sobre sus cabezas.

 

Dioses que atravesaron el océano viven en esta tierra desde hace varios siglos
y los que habitan bajo el árbol no se han enterado
o si lo supieron un día no les importó.

 

No hay bajo el árbol de caucho plegarias, no hay consuelo,
todo es vida de esplendor para el olvido.

 

Y las hojas se mueven, el tiempo es eterno en los bordes,
los perros se persiguen desde siempre entre la arena,
festejan los loros y las guacamayas en el cielo delgado que abraza al árbol,
el día pasa con fuegos lejanos y la piedra canta para sí.

 

LECCIÓN BÁSICA DE HISTORIA

 

Para Álvaro, mi hermano

 

Terso es el mundo, nefelibatas,
limpio y grande es el mundo,
cuando no tenemos en frente los cables de la luz.

 

El mundo es una lechuga sin pelar
y dando tumbos
en galáctico escarceo.

 

El mundo está triste,
tan triste como el dibujo del Topo Gigio en un basurero.

 

El montón de flores en la poceta las ha dejado el orante tras su malograda cita, estarían
mejor en la cabeza de Lucrecia,
y la verde tinta que se riega sobre ellas es la sangre de una estilográfica que las acaricia
quedo.

 

Mariposas clavadas por alfileres de plata, plata de Cuzco o Yarumal, decoran las paredes
del dormitorio junto al lavadero.
Y las mariposas no quieren volar, quieren quedarse a vivir con los nefelibatas,
en ese terso mundo de lechuga,
lechuga sin pelar,
pateada lechuga frente a los cascos de los caballos que decidieran el día en el Pantano de
Vargas,
y que no oyó la voz de aquel chiquito con alma de escalario, gritando: “¡Coronel, salve
Usted la patria!”.

 

Esa lechuga, aquella que es un mundo, habrá asistido,
pateada por quedos pies,
a las lecciones de historia patria,
llenas de adjetivos y denuestos,
loas a los mártires
y recuerdos de saltos por ventanas.

 

Esa lechuga que es el mundo
se está quieta oyendo la tarabilla
de las cornucopias y los canales,
lechuga que es el mundo,
verde y dorada, quieta ya, dicha curva, hogar de simetría su penumbra.

 

Esa lechuga, aquella que es el mundo,
sueña con verse dibujada
en la esquina inferior izquierda
de un mapa de la península de Yucatán.

 

Y esa semilla que es el mundo
se calla, no porque no tenga nada que decir,
sino porque la aburre la prédica insulsa de su tiempo,
y esa semilla que es el mundo
no se cansa de mirar por la ventana
y de bañarse con el agua de la poceta,
la que corre,
y esa poceta que es ya el mundo
derrama agua para lavarnos de nuestros pecados
hasta el fin de los tiempos.

 

(De De mañana).

 

LA MANO QUE TE SALVA

 

Sentir el agua golpeando la espalda,
advertir que la vida se nos va en este suave golpeteo,
que es mucho mejor sentir el chasquido de la manzana en la boca,
su increíble cercanía, su tardo acercarse,
pues ni la biblioteca de Alejandría
o los papiros del viejo Aristarco
serán mejor medicina que la presión de una mano,
el vislumbre de la alegría en esos ojos,
la morosa delectación con que una frase se extiende hasta el infinito.
No hay dicha más definitiva en este gastado mundo sublunar
que el mágico arpegio de unos dedos,
esa compartida manera de evadirse.
Decir con Lezama:
“Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”,
no nos librará del temblor que nos sube por la garganta
cuando recordamos su dichosa manera de estar allí
como lo están la música o el sabor de una fruta
o el juguete que en celebrado día nos dieron
y no habíamos visto en manos de niño alguno.
Ahora, soñar con la lejana, invencible, sagrada Moscú,
no nos hará olvidar el sitio en el cual deseamos
aquello que da fuego a la existencia.

 

(De La música de las horas).

 

CONJURO

 

La muchedumbre se despide, se despide una vez con lentitud,
vuelve a despedirse.
La plaza se queda vacía.
Un adiós queda flotando en el aire,
los papeles vuelan sobre cabezas invisibles.

 

Hay un grupo de soldados empujando a los mendigos,
las monedas ruedan sobre el pavimento,
en silencio las botas rastrillan fósforos rotos.
No hay árboles que iluminen, que den aire.
El unicornio ha llorado sus ojos en esta tarde de agosto.

 

Los recuerdos sobreviven con dificultad en las ondas del río subterráneo.
El día está deshecho, el día no canta una canzonetta.
Los asesinos saben que pueden aprovecharse del dolor de los embreados.
Los luceros han sido descolgados del cielo,
los pintalabios han manchado todos los pañuelos del mundo.

 

Un borracho ha gritado su dicha y, sin dudarlo, se ha estrellado en la autopista.
Los pollitos que llevaba un camión corren libres y se salvan porque mucho amor han
derrochado.
Nadie asoma por el otero, la cerveza está tibia, hace daño en la garganta.
El lunar de la cantante vive separado de ella, se mete en los ojos del fanático.
Y todos sueñan con un viento recio que barra las nubes, que hoy deshaga este conjuro
despiadado.

 

(Inédito).

 

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